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«Los veterinarios de mi época estamos vivos de milagro»

21/12/2022La Voz de Galicia

Antonio Graña en el Liceo de Ourense MIGUEL VILLAR

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A Antonio le gustaban mucho más las letras que las ciencias. De hecho, su inclinación era hacia las lenguas clásicas y recuerda que, cuando se planteó en serio su futuro universitario, su primera intención era hacer la carrera de Filosofía y Letras. Reconoce que los animales le gustaban pero nunca se había planteado la veterinaria como profesión hasta que un primo le sugirió que aprovechase esa inclinación. Sin embargo, aquella decisión un tanto coyuntural se acabo convirtiendo en una pasión. «Yo descubrí que la veterinaria era más que una profesión, era una vocación. La sentí como algo mío y la viví con mucha dedicación», afirma.

Comenzó a ejercer en Colmenar Viejo, coincidiendo con el servicio militar. Lo destinaron a una granja de las fuerzas armadas en la que había más de un millar de cabezas de ganado, desde ovejas a caballos e incluso perros de la Policía Militar. «Teníamos un montóon de trabajo pero allí cogí muchísima experiencia», matiza.

Aquel tiempo le permitió entrar en contacto prácticamente con todas las facetas de la profesión, desde la asistencia a los animales atendiendo toda su patología médica hasta el trabajo de laboratorio y la inspección, e incluso el control de la depuradora. «Siempre hablo de que hay una veterinaria invisible. La clínica todo el mundo la conoce, pero hay muchísimos otros campos, y especialmente lo vinculado a la salud pública es muy desconocido y, sin embargo, en esta modalidad se trabaja en muchos aspectos», recalca.

Antonio Graña asegura que aquella experiencia en el mundo militar resultó impagable para lo que después desarrolló durante más de cuatro décadas ya en el ámbito civil. «Me permitió aprender mucho. En cirugía, por ejemplo, fui un poco el pionero en la zona de O Carballiño. Nuestra promoción fue de las primeras que empezó a hacer intervenciones de calado. Antes se hacían pequeñas cosas», matiza. Las cesáreas en el ganado vacuno lo convirtieron en un referente. «Cuando yo llegué había unas 15.000 vacas en once ayuntamientos», dice. Recuerda que la muerte de un ternero o incluso del animal adulto por no poder expulsar la cría era una pérdida significativa para las familias. «Muchas veces por intentar sacar el ternero destrozaban a las vacas. Tiraban hasta once personas. Aquello era una brutalidad», cuenta. Practicó cirugías sobre todo en ovino, pero también en cerdos, equinos e incluso en perros heridos por jabalíes.

Aquellas intervenciones le llevaron, reconoce, a conseguir cierto prestigio entre los agricultores y los ganaderos y, cuando un parto se presentaba complicado, ya no intentaban sacarlo por su cuenta y le llamaban para que practicase una cesárea o, en el peor de los casos, una fetotomía. Acumula de aquellas épocas muchas anécdotas y también su manía por la pulcritud incluso en las cuadras. «Yo llenaba aquello de paños como si fuera un quirófano. Era tan perfeccionista que me aguantaban de milagro», dice entre risas.

Antonio fija su aterrizaje en Boborás como veterinario interino como un punto de inflexión en su profesión. Luego llegarían las responsabilidades como inspector veterinario en la comarca, junto a otro compañero. Un aspecto que le llevó, reconoce, a obsesionarse hasta el punto de sacrificar horas de sueño y vida personal. «Yo quería el perfeccionismo. Buscaba aplicar todo lo que había aprendido para que la gente mejorase su explotaciones y también la salud pública. Ya de aquella empezamos a hacer allí inspecciones cuando aquí no se hacían ni había siquiera un sistema reglado de actas», comenta.

Antonio comenzó a hacerse conocido en establecimientos de alimentación, desde supermercados y plazas de abastos, a carnicerías o pescaderías, salas de despiece, fabricas de elaboración de embutidos, centrales lecheras o mataderos. Recuerda haber cerrado incluso una granja por vertidos al río. «En O Carballiño cogí tal fama que cuando me marché yo creo que me odiaban, aunque luego reconocieron que se había mejorado muchísimo», dice. Cuenta que esa labor inspectora, mucho menos conocida para el público en general aún hoy, pero más entonces, le interesaba especialmente a pesar de granjearle no pocas antipatías. Hoy reconoce que podría habérselo tomado con más calma, pero no se arrepiente de lo conseguido en la protección de la salud. «Es mucha responsabilidad la que tienes. Yo era muy exigente. Me gané fama de duro y alguna que otra amenaza», reconoce.

«Los veterinarios de entonces estamos vivos de milagro. Había muchos casos urgentes y tenías que salir disparado, con sueño, por carreteras terribles. Yo llegué a trabajar en 14 municipios y hacía al año unos 80.000 kilómetros», recuerda Antonio Graña. Aquellas salidas le servían para hacer didáctica. Mientras atendía un parto aprovechaba para hablar a los vecinos de otras cuestiones de interés. «En las cesáreas, que igual se juntaban allí trece o catorce personas, yo aprovechaba para predicar. Era como un cura», dice. Recuerda, por ejemplo, la lucha contra la picaresca en las matanzas. «Sacrificaban cuatro y traían uno para analizar y encima de una parte que no nos servía para localizar el parásito», dice.

Quién es

  • DNI: Nació en Parada de Sil en 1955. Estudió Veterinaria en León y comenzó a ejercer durante el servicio militar. Cabrales, Ferrol o Narón fueron sus destinos antes de volver a Ourense. Ejerció en Nogueira de Ramuín, Boborás y la comarca de O Carballiño antes de que lo destinaran a la delegación territorial de Sanidad. Es autor de un libro sobre cocina y seguridad alimentaria que formó parte del material académico en cursos «online» y en la Universidad Juan Carlos I. Se jubiló tras cuatro décadas de ejercicio.
  • Su rincón. El Liceo. «Es un edificio con mucha historia. Bello, acogedor y con cierto matiz aristocrático», apunta. Simboliza también el encuentro con los amigos y aprecia su oferta cultural. Es, dice, el espacio ideal para disfrutar de la lectura. «Será que me inspira el mundo monacal», reflexiona.

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