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Es presumible que la mayoría de las personas de bien estén de acuerdo con este objetivo básico y se alegre de que los animales no puedan ser considerados como meras propiedades o fuentes de rentabilidad económica a cualquier precio. Dicho sea de paso, estas mismas personas serán las que muy posiblemente menos necesiten de esta ley. Por su propia naturaleza racional, respetuosa, decente y bienintencionada, es bastante probable que nunca se les haya pasado por la cabeza abandonar una mascota, sobreexplotar su ganadería o, ni mucho menos, hacerle daño gratuitamente a un animal.
Está claro que este tipo de ciudadanos consideran a los animales como lo que son, esto es, seres sintientes y sensibles. Consecuentemente, les (nos) parece bien que un comportamiento abusivo hacia ellos vaya acompañado de consecuencias legales que obliguen a comportarse racionalmente al que puede llegar a ser mucho más “animal” que un animal.
Si hay quien es más burro que un burro, es bueno que se abstenga de serlo por miedo, ya que por neuronas y/o corazón no da para más. Perfecto, fenomenal, aplaudo… pero no nos confundamos. Lo que no puede ser es que la gente pierda la cabeza, el raciocinio, el sentido común y hasta la salud por culpa de un mal entendido amor a los animales. Me voy a centrar en los perros, porque la gente se está volviéndose un poco majareta con este tema. Por supuesto, no voy a referirme a las conocidas y aburridas disputas de vecindario entre amantes y detractores de cánidos. Ahí no puedo aportar nada nuevo. Existieron, existen y existirán para animar las reuniones de comunidad per saecula saeculorum.
Me centraré en exponer una serie de consideraciones que creo necesarias para todos aquellos que no tienen clara la diferencia entre especies biológicas. Las escenas que he presenciado, los argumentos que he escuchado y los comportamientos a los que he sobrevivido creo que justifican, sobradamente, una sencilla explicación.
Aunque el perro vea y nosotros podamos oler, usted y yo reconocemos al presidente del Gobierno por sus facciones. Sin embargo, si fuésemos perros tendríamos que recurrir al duro trance de olisquearlo
Empecemos por lo más obvio: los perros no son personas. Aunque humanos y caninos nos llevamos fenomenal y ambos somos cordados, vertebrados y mamíferos, no pertenecemos ni a la misma especie (Canis familiaris vs Homo sapiens), ni al mismo género (Canis vs Homo), ni a la misma familia (Canidae vs Hominidae). Ni tan siquiera al mismo orden (Carnivora vs Primates). Con esto no pretendo hacer un despliegue gratuito de categorías taxonómicas altisonantes sino dejar patente que estamos a mucha distancia evolutiva. En otras palabras, y filogenéticamente hablando, hace mucho tiempo que nuestros linajes se separaron. Tanto es así, que nuestro último antecesor común lo tenemos que situar en el origen de los placentados, allá cuando los dinosaurios capitaneaban el Cretácico. En los 120 millones de años transcurridos desde entonces, se han acumulado tantas cosas distintas en nuestras respectivas trayectorias evolutivas, que nos hemos convertido en cosas muy diferentes.
Para empezar, nuestros cerebros han “engordado” de manera bastante divergente, especialmente su extremo más anterior. Mientras que los perros tienen una preponderancia muy importante de los lóbulos olfativos, a nosotros se nos desarrolló mucho la parte dorsal del prosencéfalo, originando un neocórtex potentísimo. A efectos prácticos lo que quiero decir es que la construcción del entorno que hace un perro es, básicamente, olfativa. Por el contrario, la nuestra es visual. Aunque el perro vea y nosotros podamos oler, usted y yo reconocemos al presidente del Gobierno por sus facciones. Sin embargo, si fuésemos perros tendríamos que recurrir al duro trance de olisquearlo, especialmente por la zona más propensa a producir efluvios (creo que de ahí debió surgir la consideración de “dura” para la vida de perro).
Consecuentemente, absténgase de ir por ahí afirmando que a su perrito le encanta el verde de su jersey nuevo que le ha comprado porque, no es que no distinga entre el verde lima y el verde botella, es que el verde ni siquiera está dentro de su espectro de discriminación cromática. Para él, el verde no existe porque en el conjunto de células cono de su retina no están las que identifican este color. Además, salvo que haga realmente mucho frío y su perro sea de pelaje corto, estos animales no llevan abrigos en la naturaleza y, si han sobrevivido hasta la actualidad, les garantizo que es porque no los necesitan. No pretenda saber más que la selección natural y líbrele al animalito de llevar un ridículo jersey, máxime si es un perro grande y peludo y el jersey lleva bordados renos navideños. Terminaré aquí este apartado y no comentaré absolutamente nada acerca de los que coordinan sus atuendos personales con los de su perro.
Dispensador de gérmenes
En segundo lugar, el perro es un carnívoro, esto es, pertenece a un grupo donde la estrategia de supervivencia se ha centrado en la detección de presas a las que depredar y alimentarse (buena prueba de ello es la simple observación de su dentición, especialmente de sus caninos o de sus muelas carniceras). La herramienta básica para ello es, precisamente, el olfato. Donde hay un olor de origen biológico, allá meten el hocico para identificar su naturaleza. El “material” orgánico en cuestión puede corresponder a animales vivos, pero también puede tratarse de restos de ellos, es decir, de cadáveres, de materia orgánica en descomposición o de deposiciones tanto de perros o como de otros animales.
El resultado es evidente: todo lo que está olisqueando el perro está lleno de bacterias y de hongos, lindezas todas ellas que su perrito se va a llevar pegados en el hocico. Consecuentemente su perro es, además de su mejor amigo, un maravilloso, cariñoso, leal y fiel dispensador de gérmenes. Y por las mismas razones por las que no se le ocurre poner una caca sobre el mantel, no debería dejar que su perro meta el morro sobre la mesa de la cocina, especialmente si invita a sus amigos a cenar. De hecho, si se espanta ante la posibilidad de tener que tocar una rata muerta en una alcantarilla ¿cómo es que besa a su perro o permite que se coma a cariñosos lengüetazos a su hijo?
En tercer lugar, están los parásitos. Los excrementos, además de vectores de transmisión de bacterias, virus y hongos, pueden ir cargadas de huevos de parásitos intestinales de todo tipo, muchos de ellos compatibles con nosotros en cuanto a la posibilidad de albergar algunos de estos repulsivos gusanos en nuestro interior.
Esas cacas, con el tiempo, se degradan y desaparecen pero los huevos de parásitos pueden sobrevivir en el suelo, gracias a sus sistemas de encapsulado, durante semanas, meses e incluso años. Cuando andamos por la calle, nos los llevamos pegados en las suelas, al igual que el perro en sus patas. Por eso no ponemos los zapatos sobre las almohadas ni sobre los cojines, para no tener la posibilidad de, accidentalmente, llevarnos a la boca alguno de estos huevos. Sin embargo, a muchos les parece fenomenal que su perro pisotee su edredón o retoce sobre la manta con la que se tapa para dar una cabezada en el sofá. Como si el mecanismo de transmisión feco-oral del parásito no fuera con ellos.
Y no vale el argumento de que “mi perro está muy limpio y desparasitado” porque su perro, como todos, va recolectando por la calle lo que van soltando otros animales
Aunque las edulcoradas manifestaciones de cariño hacia nuestros perros nos genere imágenes de lo más tierno, no podemos permitir que la subjetividad emocional se superponga a la cruda y áspera realidad biológica: los perros, como todos los animales que se introducen en ambientes domésticos, son transmisores potenciales de enfermedades. Y no vale el argumento de que “mi perro está muy limpio y desparasitado” porque su perro, como todos, va recolectando por la calle lo que van soltando otros animales (perros o no) que, perfectamente, pueden carecer de control veterinario.
Por último, y esto es lo que más me pone últimamente de los nervios, su perro no es su hijo (aunque cada vez haya más parecido físico entre ambos). Es una de las penosas frases que se han puesto de moda: “No tengo hijos, pero tengo perros”. A ver, centrémonos, por favor. Los perros son unas estupendas mascotas, fieles
colaboradores en muchas actividades humanas, cómplices compartiendo disfrutes varios en plena naturaleza y animales nobles y bellos a los que se puede llegar a querer muchísimo. Incluso podría afirmar, coincidiendo con algunos anacoretas, que a veces suponen una compañía mucho más agradecida que un humano. Pero no se pase.
No son equiparables, ni por asomo, a lo que supone un hijo. Los argumentos son tan numerosos, contundentes y evidentes que me muero de pereza intelectual si me veo obligada a enumerarlos. Me limitaré a empatizar con su perro y plantear el argumento a la inversa: le garantizo que tiene la suficiente autoconsciencia para tener clarísimo que usted no es su madre, ni su padre, ni su hermano, ni tan siquiera su cuñado. Tiene nítido como el aire que usted es su sustento. Es duro, lo sé, pero es la realidad. Ojo, que a su sustento se le puede tener en altísima estima pero, asúmalo, la realidad es la que es.
Uno más de la familia
Si, a pesar de todo, usted ha decidido que su perro es lo más y que las cursiladas que se oyen son ciertas y no una proyección antropocéntrica de nuestra mentalidad humana sobre la completamente diferente canina, está en su total y absoluto derecho. Créase el manido argumento de anuncio barato de que el perro aparece es uno más de la familia y olvídese de que el objetivo real del anunciante de sofás es que le destroce la tapicería cuanto antes para que tenga que comprarse otro. Haga lo que quiera, estamos en un país libre.
Pero, por favor, no me diga lo que me soltó un vecino la semana pasada: que a su perro le encanta ver películas de amor porque es muy buena persona…
¡Aggghhh! ¡Me sale sarpullido!
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