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‘Pet influencers’: cuando el miau es el mensaje

26/10/2018yorokobu.es

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Hay perros que representan a Procter & Gamble y gatos que trabajan para Samsung. Porque un pet influencer es una mascota adorable que tiene tirón en las redes, y por tanto puede representar a una marca. Los hay de todo tipo: cerdos, erizos, mapaches, zorros, conejos. Pero perros y gatos lideran el mercado. Su fuerte son dos grandes virtudes: exudan ternura y simpatía, y jamás dicen gilipolleces.


Los animalillos no tienen el impacto publicitario masivo de Taylor Swift o Benedict Cumberbach. Pero tampoco su capacidad de agraviar. Y, lógicamente, las marcas están encantadas. Los pet influencers no opinan de política, no hacen comentarios fuera de tono, nunca se ven involucrados en escándalos sexuales, y no insultan a la iglesia. No porque sean ateos, sino porque carecen de pensamiento abstracto.


Cuando las redes pueden machacarte, mejor una mascota conflict free que un famoso conflict friendly. Por eso, desde Grumpy Cat, el gato con mala hostia, hasta Marnie the Dog, el perrito de la lengua colgante, los bichos entrañables venden cada vez más. Pero los animales siempre han vendido. Solo que ahora vienen con storytelling, product placement y sponsors. Otras de sus grandes ventajas son que no piden aumento ni reclaman igualdad de género en las relaciones laborales.


La desventaja es que viven menos que Judy Dench. La muerte de Chloe, por ejemplo, fue una desdicha. La mini bulldog francés era una mascota excepcional, una celebridad canina con 200.000 seguidores en Instagram. Ingresó en un centro veterinario para una «cirugía de rutina» –frase hollywoodense si las hay— y una bomba de oxígeno mal calibrada le reventó los pulmones. Fue un shock como la muerte de Amy Winehouse. Con la diferencia de que los perros tampoco se drogan.


Para Loni Edwards, la dueña de Chloe, la desdicha se convirtió en tragedia. «Nos achucábamos todas las noches», sollozaba la abogada y emprendedora recibida en Harvard. «Estábamos todo el tiempo juntas. En los vuelos. En las reuniones». Sí, reuniones. Porque al momento de su muerte, Chloe era la estrella de la campaña publicitaria de una exitosa empresa textil. Todavía no tenía su jet privado, pero iba en camino.


Mientras su perrita estaba viva, Loni Edwards fundó The Dog Agency. «La primera agencia que representa exclusivamente a pet influencers». En su página web, con un tono más cercano a Bloomberg Business que a los achuchones, TDA garantiza a sus clientes presencia mediática en plataformas como BuzzFeed, The Wall Street Journal, The Huffington Post y Mashable. Además de colaboraciones con gigantes como Google, 20th Century Fox, Purina y Nikon. Después Chloe murió y Edwards lloró su pérdida. Pero no perdió.


El de las mascotas superstars es un negocio altamente rentable. En 2016 uno de estos animalitos podía facturar entre 2.000 y 3.500 dólares por aparecer junto a un producto en Instagram.  Un año más tarde, el caché máximo había ascendido a los 10.000 dólares. En la actualidad la horquilla de precios se sitúa entre los 3.000 y 15.000 dólares por post.
Es posible que el bum de pet influencers esté relacionado directa o indirectamente con  la ferocidad que puede suscitar cualquier presencia humana en las redes. Ya lo dijo Sartre: «El infierno son los otros».


Este pujante nicho de celebridad animal incluso tiene su propio vocabulario. Un famosillo de cuatro patas es un Instapet. Un perrito o un gato queridos no son mascotas, sino animal friends. Y, en el caso de que la relación vaya a más, la mascota es un fur baby (un bebé peludo). Los dueños ya no son dueños sino pet parents (papás/mamás mascota).
El manejo de las redes sociales que promocionan a las nuevas estrellas se denomina petworking. Lo que ha creado un nuevo oficio: social petworking coach. No es broma, ojalá lo fuera.


Si lo fans de los cómics acuden anualmente a Comi-Con, ahora los fanáticos de las mascotas pueden visitar Petcon. Allí, pagando  entre 75 y 300 dólares, pueden abrazar a los animalitos famosos y adoptar a mascotas abandonadas y desconocidas. «Probablemente uno de los mejores eventos que ofrece la ciudad de Nueva York», afirma la influyente revista Instyle. Sus periodistas, al parecer, no se han enterado de la existencia del MoMa o el Guggenheim.

En Petcon, cuya siguiente edición tendrá lugar en noviembre, los seguidores podrán   conocer a sus mascotas favoritas, enterarse de lo último en moda animal y participar de    las –cómo decirlo– conferencias. Pero Petcon es solo una de las joyas de la corona de TDA. La agencia publica además su propia revista online Petinsider, especializada en noticias internacionales de perros y gatos. A veces, en un descuido, también nombran a algún ser humano.


Emprededoras como la dueña de Chloe van camino de convertirse en las nuevas Rupert Murdoch del mundo animal. Pero tanto foco sobre la inocencia y la ternura distrae de un tema mucho más importante: las grandes virtudes de las mascotas mediáticas también son su punto débil. Son obedientes, tal vez demasiado obedientes. En otras palabras, los pet influencers son en realidad petsclavos.


Quizá algún día uno de esos animalitos queribles se canse de que lo fotografíen. De que lo lleven de un sitio a otro, de que hablen por él. Y, sobre todo, de que su dueño –su pet parent o pet explotador— lo siga tratando como un objeto de su propiedad. Ese día, las mascotas exigirán independizarse de sus amos, como lo hizo Macauley Culkin, ese otro animalillo entrañable. O como César, el simio inteligente de El origen del planeta de los simios, que finalmente se harte y grite: «¡No!»

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